Estoy dando vueltas. ¿O estoy inmóvil en medio de una ciudad que es un hermoso borrón de movimiento constante?
No, estoy girando. He bebido demasiado mezcal; me lo han vertido por la garganta desde recipientes tan variados como botellas de cristal sin etiquetar, jícarasy bidones. Mientras vierten, sonríen y gritan ‘Viva Oaxaca!’
Enormes globos engalanados giran en el aire festivo. Mis ojos siguen el vaivén de las faldas bordadas a mano en el jarabe que bailan las mujeres de la Guelaguetza. La banda de música sigue tocando. Mis pies se alinean con la música.
La ciudad es girando, y yo también, ebrio de la increíble energía que es Oaxaca en época de festivales.
Pero en los momentos de calma entre los estallidos espontáneos de festividad, la ciudad mantiene su encanto hipnotizador. Las calles estallan de color. Piedras verdeazuladas extraídas de las canteras de las partes más antiguas de la ciudad patinan los muros de las iglesias coloniales y aparecen en las aceras irregulares cerca del centro. Estas emblemáticas piedras verdes se ocultan entre la explosión de edificios más modernos y pintados de bonitos colores – rosa, amarillo, lima, morado -. Las callejuelas adoquinadas tienen buganvillas que estallan sobre las paredes. Banderas de papel picado enarbolan la calle ondeando de un lado a otro con la brisa y desapareciendo durante fracciones de segundo bajo el resplandor del fuerte sol del mediodía.
Iglesias con patios abiertos salpican la ciudad. Algunas son serenas y pensativas, proporcionan sombra y un momento de calma para que un viajero acosado reflexione. Otras presiden la palpitante energía social de una ciudad cuyo entusiasmo por lo social es incontenible. La yuxtaposición del asombroso museo cultural enclaustrado en las tranquilas salas priorales del Templo de Santo Domingo y la bulliciosa plaza de enfrente parecen hablar de la profundidad de Oaxaca, que encierra una historia muy, muy profunda bajo el barniz de su moderna identidad bohemia. Está el antiguo pasado de los zapotecas y mixtecos. Está el legado del colonialismo que yace latente en las estructuras, la lengua, la fe. Y luego está la cultura que, sorprendentemente, ha persistido a través de los embates del tiempo y la conquista.
Todos viajamos para encontrar una cultura pura. Queremos verdaderos Mexicana. Y si Oaxaca puede mostrar algo a los buscadores como yo, es que no existe una verdadera Mexicana. México es una amalgama de estados. Y los estados son una amalgama de comunidades con raíces dispares pero con similitudes generales. Puro Oaxacaña? Ahora eso existe. Y es palpable durante la Guelaguetza, en la que prospera la cultura viva. Es obvio incluso para los forasteros lo distinta que es cada región y pueblo en su identidad cultural, expuesta en todo, desde sus costumbres al simbolismo de sus bailes hasta sus mismas disposiciones. Es asombroso ver lo ricas y diversas que son esas culturas en todo el estado. Y es muy edificante ver que esas culturas se mantienen vivas. Estas tradiciones tienen raíces profundas, algunas en el pasado prehispánico, muchas en el legado de la época colonial y otras forjadas en la moderna búsqueda poscolonial de la identidad mexicana. Mientras las delegaciones desfilan por la calle mostrando lo mejor de su herencia cultural, no es raro ver la procesión encabezada por ancianos, seguidos de jóvenes adultos con un notable vigor para la vida, y de sus hijos que se están educando activamente en una cultura que parece preservada mágicamente en un mundo, una ciudad y una fiesta que, año tras año, se vuelven más globalizados y menos puros.
Oaxaca es tradición. Pero Oaxaca es progresista. Y es esa tensión la que hace que la identidad colectiva del estado sea tan increíblemente única. Los oaxaqueños tienen una innegable sensibilidad bohemia. Las artes artesanales tradicionales -tejer textiles, hacer macetas o fabricar coloridas alebrijes – siguen estando muy vivos. Pero éstos existen en dualidad con una escena artística moderna que rebosa creatividad y talento y audacia. Cada bar parece transmutarse en un espacio íntimo de actuación con música increíble. Las paredes de casi todas las calles de la ciudad están enlucidas con grabados en madera que abogan por mensajes de apoyo al comunismo o a los derechos de los trabajadores o a los derechos de los indígenas y a la política de la tierra, o al feminismo radical y a los gritos de igualdad, o a las admoniciones de “gringo go home”: todos ellos actos de protesta visual que embellecen la ciudad y elevan simultáneamente su conciencia sociopolítica.
Se ha dicho que la comida y la bebida se encuentran entre las expresiones más viscerales de una cultura. Y aquí, también, la cocina oaxaqueña se ciñe al paradigma de estar, a la vez, impregnada de tradición, pero sin complejos, innovadora y moderna en su enfoque artístico. He comido Oaxaca. Y Oaxaca me ha nutrido. Me he guisado en moles, que son tan ricos y estratificados, diversos y complejos como la propia cultura. Y me he bebido el estado. Si estoy ciega por el mezcal, es sólo porque la generosidad de los lugareños parece derramarse de una botella, acompañada de la conversación fácil con gente que simplemente quiere conocerte y que la conozcas, que está infinitamente feliz de compartir cualquiera que sea su noción de Oaxacaña, aunque no intenten articularla sino que simplemente la exudan en su amabilidad o inteligencia o sensibilidad. Bueno, quizá no sólo por eso. Claro, los lugareños son grandes compañeros de copas. Y amigos increíbles. Pero el mezcal oaxaqueño tiene un terroir – un sabor que encierra el medio ambiente y el suelo exuberante en minerales de este corazón agrícola. Se encuentra entre los más diversos ecológicamente de todos los estados de México y, quizá no por casualidad, entre los más diversos culturalmente. Y cuando se cierra la boca con ternura alrededor de una cucharada de mole o se besa una taza de mezcal, es como ser besado por una mujer del lugar; los suyos son labios como los de cualquier otro, pero embriagan de una manera propia.
Así que sí. Estoy dando vueltas. Todavía. Incluso después de haber abandonado la ciudad.
La vida volverá a estar quieta. Estoy seguro de ello, aunque estoy demasiado colgado y resacoso para ver directamente hacia ese futuro.
Pero incluso cuando haya sudado Oaxaca por mis poros en las llanuras tostadas por el sol de Yucatán, donde el turismo no es ni de lejos tan auténtico, sé que una parte de mí seguirá girando en torno a este lugar. Y en mi revolución, volveré. Volver, no volver.
Primero, regresaré en el recuerdo mientras los sabores perduran en mi lengua y la música se desgrana en mis pasos y las imágenes cristalizan desde el inconsciente. Luego, volveré en la nostálgica añoranza de algo que una vez amó pero que ya no tiene a su alcance. Luego escribiré un artículo y publicaré fotos antiguas. Finalmente, volveré literalmente. Y en ese momento, me lanzaré de nuevo al batido constante de la cultura oaxaqueña que parece mezclar a la perfección el rico pasado en un presente en constante evolución pero siempre fiel a sí mismo y vibrante.
Por ahora, cerraré los ojos y escucharé los gritos de ‘Viva Oaxaca!” que aún resuenan en mis oídos.